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AQUELLOS ESTUPENDOS HOSTELEROS BORDES

En un no lejano pasado, Vigo contaba con una singular nómina de este tipo de propietarios de restaurantes, algunos de los cuales fueron estupendos personajes que en ocasiones podían ser muy desagradables según para quién. Se trata de una especie que no está del todo extinguida.

AQUELLOS ESTUPENDOS HOSTELEROS BORDES

ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO EL 21/ABRIL/2012

Un restaurador muy afamado era aquel Juan que en su establecimiento llamado El Manjar , también conocido como El Manjar de Juan, abierto en la calle Doctor Cadaval, seleccionaba a los aspirantes a consultar la carta. Si no le gustaba la pinta, eran de nacionalidad portuguesa o consideraba que no iban a hacer consumo suficiente, no importaba que el restaurante estuviera vacío, soltaba a los estupefactos pretendientes a mesa que acababan de abrir la puerta: «está todo reservado». Era un verdadero tres estrellas del borderío.

Eso sí, con los aceptados visitante habituales era muy detallista. Si pedían un buen vino, entonces tenía la deferencia de llenarse una cumplida copa de la botella recién servida y hacerles un rato de compañía.

Cuando se trasladó a San Miguel de Oia, en Los Liñares, en Canido, se hizo Juan con una fiel parroquia de amantes del guiso de congrio que elaboraba su no poco sufrida señora, una excelente cocinera en sus especialidades.

LAS NÉCORAS DE BEIRO

Otro bien renombrado era Beiro, en San Miguel de Oia, famoso por su magnífico pulpo y extraordinarias nécoras. A los «madrileños» que lo visitaban en verano, que podían ser de Avila, Zamora o cualquier lugar de la meseta,  nécoras no les servía.

Oiga, nos pone unos cangrejos de esos…

No les pongo nécoras que las destragan

Hay que reconocer que tenía toda la razón. Como también cuando si los «madrileños» le hacían «chiiiss» para reclamar su atención entonces añadía unos cuantos duros a la cuenta final. Con un par de «chiiiss» la cosa ya les salía bastante cara a los mesetarios que iban de chuletas.

Se comía muy bien en Beiro, francamente bien. Sobre todo si eras nativo y además conocido de la casa, que entonces el patrón te trataba con deferencia. En el exterior y bajo la parra, su pulpo y merluza a la gallega eran de lo mejor. Lo cierto es que Beiro, su apellido, todo un carácter, era un gran tipo y por eso tenía un montón de clientes fijos de muchos años, que disfrutaban tanto de él y sus salidas como de la excelente comida que allí se servía.

CLIENTE ATENDIDO A LA PLANCHA

Aunque el más borde entre los bordes quizás fuera el propietario de una conocidad cafetería-restaurante emplazada en la entonces calle Felipe Sánchez, hoy Areal, especializada en platos combinados.

En una ocasión, pasadas las doce la mañana se encontraba el susodicho trajinando en la plancha, preparando un montado de lomo, cigarrillo en la boca, soltando humo, cuando un cliente foráneo que acababa de tomar café se disponía también a fumar:

– ¿Por favor, me puede dar Usted fuego?

– No tengo…

El hombre puso los ojos como platos.

– Pero si está Usted fumando…

– Es de chocolate

Aquel caballero que casi se traga el pitillo, tras los instantes que necesitó para recuperarse del desconcierto consiguió levantarse del taburete y se fue. Por supuesto, sin pagar. El de la plancha siguió a lo suyo; pero cabreado farfullando contra aquel fulano que se había atrevido a molestarlo cuando se encontraba en plena elaboración de una vianda a punto de ser adobada con la ya larga y pendulante ceniza de su propio pitillo de marca americana, con seguridad de contrabando.

– ¡ La gente es la hostia! – comentó el cabreado propietario a un parroquiano habitual que se encontraba en la barra, el destinatario del montado de lomo. El cual, muy serio, asintió dándole toda la razón.

UN MAESTRO CERVECERO

Un ejemplar más reciente de hostelero borde era el orondo personaje que regentaba una pretenciosa cervecería de la zona de Las Traviesas, donde si, por tu propia ignorancia, sazonada de atrevimiento, pedías un vino te echaban.

– Me pone una cerveza bien fría, por favor

Con profesionalidad, el dueño del local procedió a manipular el grifo. Se tomó su tiempo, como corresponde, para servir la rubia y espumosa caña.

El sediento, asfixiado en plena canícula, le pegó un buen trago.

– No está muy fría…

– Está como tiene que estar. Se lo digo yo, que soy maestro cervecero.

Sin preguntar el precio, el cliente sacó una moneda de dos euros y la dejó con un golpe sobre la barra al tiempo que soltaba un sonoro «adiós». Esa cervecería echó el candado hace algún tiempo.

Como cerró, ya hace bastantes años, un bar en la calle Couto de San Honorato a cuyo propietario no se le ocurrió otra cosa que llamarlo Fagan Gasto, así figuraba en destacado rótulo sobre la entrada. Duró sólo un par de meses, que eran tiempos difíciles.

Y DOS INOLVIDABLES QUE DESTACABAN POR LO CONTRARIO, POR SU AMABILIDAD Y BUEN SERVICIO A UN MUY ALTO PRECIO 

Como la mítica Doña Carmen, del antiguo Mosquito, que era una señora muy negocianta y especialista en lenguados, siempre los mejores en su restaurante, cuya amabilidad aumentaba en función de la fama del comensal, puesto que su restaurante era visita obligada en Vigo para la gente notable que nos visitaba. Asimismo, en otros casos, la cuenta final aumentaba de acuerdo con el experto ojo de Doña Carmen para calcular el poderío del bolsillo del cliente foráneo. Y con los locales, estando ella bien informada, por ello siendo la nota variable, tampoco se andaba con muchas contemplaciones. Eso sí, la materia prima de lo mejor.

Otro fenómeno y de extrema amabilidad para con los clientes pudientes de fin de semana era el copropietario y maitre del Puesto Piloto, allá por Alcabre, desaparecido hace años, donde se comía muy bien. Tan destacado profesional se llamaba Antonio.

Cuando uno de los clientes más o menos fijos de los que solían acudir los domingos para comidas familiares reservaba mesa  digamos que para seis, al llegar el grupo sobre las dos del mediodía se encontraba la mesa perfectamente dispuesta con bandejas conteniendo un par de centollas, las mejores cigalas, camarones gordos y relucientes, cosas así.

En ocasiones el cliente rechazaba la oferta, pues ya iba con otra idea preconcebida y además aquello le parecía una enorme jetada. Pero no pocas veces el asunto colaba y los comensales atacaban al menos una parte del género desplegado, lo que quedaría reflejado en el cómputo presentado tras la sobremesa con la abultada factura que solía incluir vinos de calidad.

Un portento aquel maitre que se deshacía en amabilidades. Su socio, un muy buen cocinero de nombre Argentino, era bastante más discreto y jamás se apartaba de sus fogones. Si algún cliente satisfecho deseaba felicitarlo tenía que ser él quien se acercase personalmente a la cocina. Donde era bien pero  brevemente recibido, que las preparaciones no se podían descuidar ni un momento.

B.C

 

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