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Artículos de Antonio Ojea publicados entre 15/09/2008 y 01/01/2012
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CINE, POLÍTICA, ¿REVOLUCIÓN?

A lo largo de los últimos años de la década prodigiosa (los 60) y toda la siguiente, los espacios culturales estaban infestados de opositores al régimen. En 1968, coincidiendo con mis primeros pasos en esto del periodismo, me apunté al Cineclub Vigo, que entonces llevaba a cabo sus sesiones en el Tamberlik, bajo la dirección de Fernando Alonso Amat, y donde los coloquios eran una interminable letanía de sugerencias críticas. Todo era política, como se empeñaban en repetir los intervinientes; y si no lo era, lo parecía.
Allí conocí a algunas personas que fueron ocupando espacios importantes de mi vida, como Carlos Barros Guimeráns, que aceleró mi interés por el cine y sus posibilidades de lenguaje esotérico, o Jesús Cano Oya, protagonista de la historia que hoy les cuento.
Pasaron algunos años y, con el declive y posterior desaparición del Cineclub Vigo, Suso Cano impulsó la creación del Cineclub Cíes, que sesionaba en lo que entonces era el Auditorio Cultural de la Caja de Ahorros, sito en la prolongación de Marqués de Valladares, en los bajos del edificio principal de la Caja. Al parecer, por una cuestión estatutaria, a las proyecciones podía asistir cualquiera, con tal de que hubiese sitio. La Caja únicamente reservaba tres o cuatro filas del patio de butacas para los socios del cineclub, mientras el resto eran ocupadas por venerables jubilados siempre dispuestos a tomar parte en eventos gratuitos. En medio de ese totum revolutum se celebraban los coloquios, tratando de sortear las intervenciones vacuas y muchas veces desconcertantes de quienes disparaban al aire en sus intervenciones. Curiosamente, el cineclub funcionaba con aparente normalidad.
El trabajo y entusiasmo de Suso Cano, quien aprovechaba también la plataforma para “hacer política”, le llevó a presidir la Federación Española de Cineclubs, lo que le obligaba a incómodos desplazamientos. Como ya habíamos intimado, me propuso un acuerdo beneficioso para los dos: me nombraría secretario de prensa de la Federación y yo pondría mi “127” para los desplazamientos. Ni que decir tiene que todo era “amateur” y puramente nominal, pero permitía que la Federación pagase mis gastos de desplazamiento.
Oporto, con la Revoluçao dos cravos aún reciente, era un hervidero de debate político en 1975. Tras el 25 de abril de 1974, las culturales resultaban unas magníficas plataformas que numerosas organizaciones de la izquierda extraparlamentaria portuguesa aprovechaban al máximo. Los debates sobre cada película que se exhibía en alguno de los cines de la Rua Passos Manuel eran interminables, mientras en alguna otra sala decenas de gallegos asistían a aquellas películas porno que todavía no podían verse en España. Suso me iba informando sobre lo que iba ocurriendo: “Estos son maoístas, esos trotskistas, aquellos comunistas de Cunhal…”, me decía con cada intervención apasionada de los asistentes al coloquio.
Reconstruir el partido
Así las cosas, al año siguiente nos fuimos a Espiño donde se celebraba la primera edición del Festival de Cine de Animaçao, “Cinanima 76”. Allí, además de conocer y charlar animadamente con Pablo Núñez, fundador de “Story Film” y creador de miles de trabajos de animación para el cine y la televisión, me vi envuelto en una auténtica conspiración destinada a favorecer el éxito de la “inminente revolución” que habría de darse en España, tras la muerte de Franco.
En los salones del Hotel Praiagolfe, donde se celebraban algunas sesiones oratorias, cada uno largó de lo suyo. Por mi parte, creo que intervine para no sé muy bien qué y, cuando me di cuenta, estaba debatiendo con unos aguerridos militantes político-culturales portugueses. No recuerdo en qué quedó la cosa, pero sí que, al terminar la sesión, fui amablemente abordado por dos o tres de los intervinientes en el “coloquio”.
Como no era cosa de llegar a enfrentamientos dialécticos, además de hacer gala de cortesía hacia los anfitriones lusos, opté por tirar de sentido común y fui coincidiendo con ellos en muchas de sus apreciaciones sobre el devenir político en España. Les juro que no recuerdo los términos precisos de la conversación, pero al final, y con toda la seriedad del mundo, mis interlocutores consideraron que habían logrado un adepto ideal para difundir, “alen do Minho”, su ideología, estrategia y táctica.
Suso, militante del carrillista PCG, alucinó en colores cuando le comenté que, comisionado por aquellos militantes del maoista MRPP (Movemento para a reconstruçao do partido do proletariado), había sido encargado de organizar en Galicia el partido que serviría para desbancar de su hegemonía a los social-fascistas del partido de Santiago Carrillo, del mismo modo que ellos habían comenzado ya con los traidores del de Alvaro Cunhal.
A la vuelta de quince días les contaré otra de cine, en medio de la campaña electoral portuguesa de 1977, con algunos personajes de la industria del cine español, y una amenaza con pistolas de la ultraderecha portuguesa. Pero esa es otra historia.